Tiene alta incidencia y mortalidad, pero al mismo tiempo su lento desarrollo lo ubica como uno de los tumores más prevenibles. Científicos y científicas se unen para encontrar marcadores tempranos en la sangre, el intestino y la materia fecal
“Cerrar la brecha de atención” fue el lema adoptado el 4 de febrero pasado para conmemorar el Día Mundial contra el Cáncer, con el objetivo de fortalecer los mecanismos para un mejor acceso a la información, diagnóstico y tratamientos en torno a este conjunto de enfermedades caracterizadas por el crecimiento descontrolado de células en casi cualquier órgano o tejido del cuerpo. La consigna vuelve a tomar protagonismo este 31 de marzo, fecha elegida como Día Mundial contra el Cáncer de Colon, teniendo en cuenta que esta dolencia en particular tiene un aspecto positivo del que la comunidad global puede y debe sacar ventaja: una lenta progresión que permite, en más del 90 por ciento de los casos, no ya curarse, sino directamente evitar su desarrollo y aparición.
De la mano del Proyecto de Unidad Ejecutora (PUE) titulado “La inflamación intestinal crónica de bajo grado como estadio inicial del cáncer de colon: estudio del rol de la microbiota, búsqueda de biomarcadores y desarrollo de estrategias de intervención preventivas”, cuatro grupos de investigación del Instituto de Estudios Inmunológicos y Fisiopatológicos (IIFP, CONICET-UNLP-asociado a CICPBA) amalgamaron su expertise y líneas de trabajo para llegar a los orígenes más incipientes del cáncer colorrectal, una enfermedad cuyo lado más oscuro se plasma en las estadísticas que lo sitúan entre los de mayor frecuencia en la población mundial. Argentina no escapa a esta realidad: es el segundo en incidencia –detrás del de mama– con 15.895 casos por año, según cifras actualizadas a 2020 del Instituto Nacional del Cáncer.
Como su nombre lo indica, este tipo de cáncer se sitúa en el intestino grueso (colon y recto) y en el 80 por ciento de los casos comienza con la aparición de pólipos –una pequeña acumulación de células en el revestimiento interno– llamados adenomas que pueden crecer durante más de diez años y transformarse en un tumor maligno. “El tiempo de desarrollo es muy lento, por eso se insiste tanto en los estudios de detección temprana, que permiten localizar ese tejido y extirparlo inmediatamente, dejando al paciente libre de riesgo”, explica Cecilia Muglia, investigadora del CONICET en el IIFP y una de las participantes del proyecto que busca, precisamente, identificar señales prematuras que sugieran la formación de pólipos, pero mucho antes de que estos siquiera existan como tales.
Un factor de riesgo que en muchos casos predispone a la aparición de pólipos es la enfermedad inflamatoria intestinal (EII), una afección crónica que puede ser principalmente de dos tipos: Enfermedad de Crohn o colitis ulcerosa. Cualquiera de estas condiciones genera un ambiente favorable para la mutación de células, que luego se puede combinar –o no, depende de cada persona– con hábitos de vida, alimentación o antecedentes familiares que aumenten las posibilidades de padecer este cáncer. Gracias a una colaboración con el Hospital Italiano de La Plata, el IIFP recibe muestras de sangre, materia fecal y biopsias –tejidos de 3 milímetros– de pólipos o lesiones intestinales de pacientes que se atienden allí, lo cual permite hacer un seguimiento exhaustivo con todas las variables involucradas a lo largo del tiempo.
“Lo valioso es poder observar qué pasa, por ejemplo, con un paciente en cuya primera colonoscopía de rutina no apareció nada, pero al repetirla después de unos años ya tiene una pequeña lesión que puede progresar a un pólipo; es ahí donde hay que buscar los rastros aparentemente imperceptibles de esa evolución”, señala Renata Curciarello, investigadora del CONICET en el IIFP. El trabajo consiste, entonces, en correlacionar los valores que arrojan los análisis de sangre con lo observado a nivel del tejido, y esto a su vez con la microbiota presente en la materia fecal, ya que “el cáncer colorrectal está asociado a la presencia de ciertas bacterias que son normales en el intestino pero que, cuando están aumentadas producto de un desbalance, podrían contribuir a un ambiente inflamatorio que a su vez favorecería la transformación celular”, describe Muglia.
La lupa, en este punto, está puesta a nivel molecular, con prometedoras expectativas de encontrar biomarcadores –sustancias que se utilizan como indicadoras de un estado biológico–para predecir con la mayor anticipación posible cuándo un intestino tiene indicios de futuras lesiones compatibles con cáncer colorrectal. “Además de observar los cambios en los distintos tipos de células, nos concentramos en los micro ARNs, pequeñas moléculas que modifican la expresión de genes, buscando advertir cambios; concretamente, cuán aumentadas o disminuidas aparecen de acuerdo a los estados inflamatorios de las muestras, para poder trazar un patrón que nos sirva como señalador de aquellos casos que con más seguridad vayan a desarrollar un tumor”, apunta Curciarello. “Idealmente –coinciden las expertas– estos estudios aspiran a contribuir a futuro con el desarrollo de terapias génicas, que con el silenciamiento de un gen puedan frenar la transformación de determinadas células”.
Otra de las aristas que en paralelo aborda el proyecto es la puesta a punto de un modelo animal para estudiar la EII y los factores que predisponen a la aparición de lesiones y, posteriormente, de un tumor en esa región, como así también para poder probar procedimientos eventualmente terapéuticos. David Romanin, investigador del CONICET y responsable de esta parte del estudio, explica: “Para emular la condición multifactorial del cáncer, trabajamos con ratones en los que inducimos la inflamación mediante la administración en el agua de bebida de pequeñas dosis de un detergente que causa irritación de las mucosas y del tracto digestivo. Luego, se introduce mediante inyección y por única vez, una molécula muy pequeña que genera modificaciones químicas en el ADN que predisponen a las mutaciones, las que a su vez pueden dar lugar a la proliferación de células anormales”.
Estas dos condiciones recreadas artificialmente –predisposición genética y alimentación como factor ambiental–, contribuyen a la formación de pólipos, para a partir de allí ensayar la aplicación de distintas estrategias de intervención que podrían derivar en tratamientos preventivos. Una de ellas utiliza microorganismos probióticos, es decir, que al consumirlos traen beneficios a la salud: concretamente levaduras aisladas del kéfir, un producto lácteo fermentado. “Como tienen capacidad antiinflamatoria, nosotros ya las hemos probado en modelos de otras patologías de intestino, como colitis ulcerosa, por ejemplo, y sabemos que ejercen un efecto protector contra la inflamación. Nuestra hipótesis de trabajo es que, con estas mismas levaduras antiinflamatorias, podríamos prevenir la formación de los pólipos”, explica Romanin.
Si bien los ensayos están en pleno desarrollo y llevan mucho tiempo, los primeros resultados ya muestran una clara disminución en la incidencia de la formación de pólipos en los ratones que ingieren las levaduras en una gelatina frente a los que no, evidenciando un efecto preventivo que de algún modo contrarresta la inflamación intestinal. Los trabajos descriptos se desarrollan en permanente interrelación con otros que se concentran específicamente en el comportamiento celular, y entre todos dan forma a este proyecto de gran envergadura que busca con ahínco desandar por completo el camino del cáncer colorrectal y sacarle a la enfermedad unas cuantas vidas de ventaja.